martes, 30 de septiembre de 2025

Fragmentos de "Una habitación propia", de Virginia Woolf


• • • • • ¿Se puede educar a las mujeres o no? Napoleón pensaba que no. El doctor Johnson pensaba lo contrario. ¿Tienen alma o no la tienen? Algunos salvajes dicen que no tienen ninguna. Otros, al contrario, mantienen que las mujeres son medio divinas y las adoran por este motivo. Algunos sabios sostienen que su inteligencia es más superficial; otros que su conciencia es más profunda. Goethe las honró; Mussolini las desprecia. Mirara uno donde mirara, los hombres pensaban sobre las mujeres y sus pensamientos diferían.

• • • • • Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural. Sin este poder, la tierra sin duda seguiría siendo pantano y selva. Las glorias de todas nuestras guerras serían desconocidas. Todavía estaríamos grabando la silueta de ciervos en los restos de huesos de cordero y trocando pedernales por pieles de cordero o cualquier adorno sencillo que sedujera nuestro gusto poco sofisticado. Los Superhombres y Dedos del Destino nunca habrían existido. El Zar y el Káiser nunca hubieran llevado coronas o las hubieran perdido. Sea cual fuere su uso en las sociedades civilizadas, los espejos son imprescindibles para toda acción violenta o heroica. Por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse. Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres sean imprescindibles a los hombres. Y también así se entiende mejor por qué a los hombres les intranquilizan tanto las críticas de las mujeres; por qué las mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadro es flojo o lo que sea sin causar mucho más dolor y provocar mucha más cólera de los que causaría y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porque si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustez del hombre ante la vida disminuye. ¿Cómo va a emitir juicios, civilizar indígenas, hacer leyes, escribir libros, vestirse de etiqueta y hacer discursos en los banquetes si a la hora del desayuno y de la cena no puede verse a sí mismo por lo menos de tamaño doble de lo que es? Así meditaba yo, desmigajando mi pan y revolviendo el café, y mirando de vez en cuando a la gente que pasaba por la calle. La imagen del espejo tiene una importancia suprema, porque carga la vitalidad, estimula el sistema nervioso. Suprimidla y puede que el hombre muera, como el adicto a las drogas privado de cocaína.

• • • • • Realmente, pensé, guardando las monedas en mi bolso, es notable el cambio de humor que unos ingresos fijos traen consigo. Ninguna fuerza en el mundo puede quitarme mis quinientas libras. Tengo asegurados para siempre la comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme. De modo que, imperceptiblemente, fui adoptando una nueva actitud hacia la otra mitad de la especie humana.

• • • • • Dentro de cien años, pensé llegando a la puerta de mi casa, las mujeres habrán dejado de ser el sexo protegido. Lógicamente, tomarán parte en todas las actividades y esfuerzos que antes les eran prohibidos. La niñera repartirá carbón. La tendera conducirá una locomotora. Todas las suposiciones fundadas en hechos observados cuando las mujeres eran el sexo protegido habrán desaparecido, como, por ejemplo (en este momento pasó por la calle un pelotón de soldados), la de que las mujeres, los curas y los jardineros viven más años que la demás gente. Suprimid esta protección, someted a las mujeres a las mismas actividades y esfuerzos que los hombres, haced de ellas soldados, marinos, maquinistas y repartidores y ¿acaso las mujeres no morirán mucho más jóvenes, mucho antes que los hombres y uno dirá: «Hoy he visto a una mujer», como antes solía decir: «Hoy he visto un aeroplano»? No se sabe lo que ocurrirá cuando el ser mujer ya no sea una ocupación protegida, pensé abriendo la puerta.

• • • • • El profesor Trevelyan no dice más que la verdad cuando observa que las mujeres de las obras de Shakespeare no parecen carecer de personalidad ni de carácter. No siendo historiador, quizá podría uno ir un poco más lejos y decir que las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Gessida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre los dramaturgos; luego, entre los prosistas, Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes. Los nombres acuden en tropel a mi mente y no evocan mujeres que «carecían de personalidad o carácter». En realidad, si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una persona importantísima; polifacética: heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre, más según algunos. Pero ésta es la mujer de la literatura. En la realidad, como señala el profesor Trevelyan, la encerraban bajo llave, le pegaban y la zarandeaban por la habitación.

• • • • • Por mi parte estoy de acuerdo con el difunto obispo, si es que era tal cosa: es impensable que una mujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época de Shakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no florecen entre los trabajadores, los incultos, los sirvientes. No florecieron en Inglaterra entre los sajones ni entre los britanos. No florecen hoy en las clases obreras. ¿Cómo, pues, hubieran podido florecer entre las mujeres, que empezaban a trabajar, según el profesor Trevelyan, apenas fuera del cuidado de sus niñeras, que se veían forzadas a ello por sus padres y el poder de la ley y las costumbres?

• • • • • Lo que sí me pareció a mí, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como me la había imaginado, definitivamente cierto, es que cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón.

• • • • • Vivir una vida libre en Londres en el siglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía y teatro una tensión nerviosa y un dilema tales que posiblemente la hubiesen matado. De haber sobrevivido, cuanto hubiese escrito hubiese sido retorcido y deformado, al proceder de una imaginación tensa y mórbida. Y, sin duda alguna, pensé mirando los estantes en que no había ninguna obra de teatro escrita por una mujer, no hubiera firmado sus obras. Este refugio lo hubiera indudablemente buscado. Un residuo del sentido de castidad es lo que dictó la anonimidad a las mujeres hasta fecha muy tardía del siglo diecinueve. Currer Bell, George Eliot, George Sand, víctimas todas ellas de una lucha interior como revelan sus escritos, trataron sin éxito de velar su identidad tras un nombre masculino. Así honraron la convención, que el otro sexo no había implantado, pero sí liberalmente animado (la mayor gloria de una mujer es que no hablen de ella, dijo Pericles, un hombre, él, del que se habló mucho) de que la publicidad en las mujeres es detestable. La anonimidad corre por sus venas. El deseo de ir veladas todavía las posee.

• • • • • Para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, ya no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de la buena voluntad de su padre, sólo le alcanzaban para el vestir, estaba privada de pequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennyson o Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independiente que, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de su familia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?»

• • • • • A finales del siglo dieciocho se produjo un cambio que yo, si volviera a escribir la Historia, trataría más extensamente y consideraría más importante que las Cruzadas o las Guerras de las Rosas. La mujer de la clase media empezó a escribir. Porque si Orgullo y prejuicio tiene alguna importancia, si Middlemarch y Cumbres borrascosas tienen alguna importancia, entonces tiene más importancia que lo que es posible demostrar en un discurso de una hora el hecho de que las mujeres en general, no sólo la aristócrata solitaria encerrada en su casa de campo, se pusieran a escribir. Sin estas predecesoras, ni Jane Austen, ni las Brontë, ni George Eliot hubieran podido escribir, del mismo modo que Shakespeare no hubiera podido escribir sin Marlowe, ni Marlowe sin Chaucer, ni Chaucer sin aquellos poetas olvidados que pavimentaron el camino y domaron el salvajismo natural de la lengua. Porque las obras maestras no son realizaciones individuales y solitarias; son el resultado de muchos años de pensamiento común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia de la masa. Jane Austen hubiera debido colocar una corona sobre la tumba de Fanny Burney, y George Eliot rendir homenaje a la robusta sombra de Eliza Carter, la valiente anciana que ató una campana a la cabecera de su cama para poder despertarse temprano y estudiar griego. Todas las mujeres juntas deberían echar flores sobre la tumba de Aphra Behn, que se encuentra, escandalosa pero justamente, en Westminster Abbey, porque fue ella quien conquistó para ellas el derecho de decir lo que les parezca. Es gracias a ella —pese a su fama algo dudosa y su inclinación al amor— que no resulta del todo absurdo que yo os diga esta tarde: «Ganad quinientas libras al año con vuestra inteligencia.»

• • • • • Jane Austen se alegraba de que chirriara el gozne de la puerta para poder esconder su manuscrito antes de que entrara nadie. A los ojos de Jane Austen había algo vergonzoso en el hecho de escribir Orgullo y prejuicio. Y, me pregunto, ¿hubiera sido Orgullo y prejuicio una novela mejor si a Jane Austen no le hubiera parecido necesario esconder su manuscrito para que no lo vieran las visitas? Leí una página o dos para ver, pero no pude encontrar señal alguna de que las circunstancias en que escribió el libro hubieran afectado en absoluto su trabajo. Éste es, quizás, el mayor milagro de todos. Había, alrededor del año 1880, una mujer que escribía sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones. Así es como escribió Shakespeare, pensé mirando Antonio y Cleopatra; y cuando la gente compara a Shakespeare y a Jane Austen, quizá quiere decir que las mentes de ambos habían quemado todos los obstáculos; y por este motivo no conocemos a Jane Austen ni conocemos a Shakespeare, y por este motivo Jane Austen está presente en cada palabra que escribe y Shakespeare también. Si Jane Austen sufrió en algún modo por culpa de las circunstancias, fue de la estrechez de la vida que le impusieron. Una mujer no podía entonces ir sola por las calles. Nunca viajó; nunca cruzó Londres en ómnibus ni almorzó sola en una tienda. Pero quizá por carácter Jane Austen no solía desear lo que no tenía. Su talento y su modo de vida se acoplaron perfectamente.

• • • • • Son los valores masculinos los que prevalecen. Hablando crudamente, el fútbol y el deporte son «importantes»; la adoración de la moda, la compra de vestidos, «triviales». Y estos valores son inevitablemente transferidos de la vida real a la literatura. Este libro es importante, el crítico da por descontado, porque trata de la guerra. Este otro es insignificante porque trata de los sentimientos de mujeres sentadas en un salón. Una escena que transcurre en un campo de batalla es más importante que una que transcurre en una tienda. En todos los terrenos y con mucha más sutileza persiste la diferencia de valores.

• • • • • No cabe duda que, siendo la libertad y la plenitud de expresión parte de la esencia del arte, esa falta de tradición, esa escasez e impropiedad de los instrumentos deben de haber pesado enormemente sobre las obras femeninas. Además, los libros no están hechos de frases colocadas unas tras otras, sino de frases construidas, valga la imagen, en arcos y domos. Y también esta forma la han instituido los hombres de acuerdo con sus propias necesidades y para sus propios usos. No hay más motivo para creer que les conviene a las mujeres la forma del poema épico o de la obra de teatro poética que para creer que les conviene la frase masculina. Pero todos los géneros literarios más antiguos ya estaban plasmados, coagulados cuando la mujer empezó a escribir. Sólo la novela era todavía lo bastante joven para ser blanda en sus manos, otro motivo quizá por el que la mujer escribió novelas.

• • • • • Supongamos, por ejemplo, que en la literatura se presentara a los hombres sólo como los amantes de mujeres y nunca como los amigos de hombres, como soldados, pensadores, soñadores; ¡qué pocos papeles podrían desempeñar en las tragedias de Shakespeare! ¡Cómo sufriría la literatura! Quizá nos quedase la mayor parte de Otelo y buena parte de Antonio; pero no tendríamos a César, ni a Bruto, ni a Hamlet, ni a Lear, ni a Jaques. La literatura se empobrecería considerablemente, de igual modo que la ha empobrecido hasta un punto indescriptible el que tantas puertas les hayan sido cerradas a las mujeres. Casadas en contra de su voluntad, forzadas a permanecer en una sola habitación, a hacer una única tarea, ¿cómo hubiera podido un dramaturgo hacer de ellas una descripción completa, interesante y verdadera? El amor era el único intérprete posible. El poeta se veía obligado a ser apasionado o amargo, a menos que decidiera «odiar a las mujeres», lo que muy a menudo era señal de que tenía poco éxito con ellas.

• • • • • Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o se parecieran físicamente a los hombres, porque dos sexos son ya pocos, dada la vastedad y variedad del mundo; ¿cómo nos las arreglaríamos, pues, con uno solo? ¿No debería la educación buscar y fortalecer más bien las diferencias que no los puntos de semejanza? Porque ya nos parecemos demasiado, y si un explorador volviera con la noticia de otros sexos atisbando por entre las ramas de otros árboles bajo otros cielos, nada podría ser más útil a la Humanidad; y tendríamos además el inmenso placer de ver al profesor X ir corriendo a buscar sus cintas de medir para probar su «superioridad».

• • • • • Porque todos tenemos detrás de la cabeza un punto del tamaño de un chelín que nosotros mismos no podemos ver. Es uno de los favores que un sexo podría hacerle al otro: el describir este punto del tamaño de un chelín que todos tenemos detrás de la cabeza. Pensad qué útiles les han sido a las mujeres los comentarios de Juvenal, las críticas de Strindberg. ¡Recordad con cuánta caridad y brillantez, desde los tiempos más antiguos, los hombres les han indicado a las mujeres este punto oscuro que tienen detrás de la cabeza! Y si Mary fuera muy valiente y muy honrada se colocaría detrás del otro sexo y nos diría qué ve allí. No se podrá pintar un auténtico retrato de conjunto del hombre hasta que una mujer no haya descrito este punto del tamaño de un chelín.

• • • • • Algunas de las mejores obras de los mejores escritores vivientes caen en saco roto. Haga lo que haga, una mujer no puede encontrar en ellas esta fuente de vida eterna que los críticos le aseguran que está allí. No sólo celebran virtudes masculinas, imponen valores masculinos y describen el mundo de los hombres; la emoción, además, que impregna estos libros es incomprensible para una mujer.

• • • • • A pesar de ello, la primerísima frase que escribiré aquí, dije yendo hacia el escritorio y tomando la hoja encabezada Las Mujeres y la Novela, es que es funesto para todo aquel que escribe el pensar en su sexo. Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser «mujer con algo de hombre» u «hombre con algo de mujer». Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, por una causa; en fin, el hablar conscientemente como una mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esta parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Por brillante y eficaz, poderoso y magistral que parezca un día o dos, se marchitará al anochecer; no puede crecer en la mente de los demás. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse. Debe consumarse una boda entre elementos opuestos. La mente entera debe yacer abierta de par en par si queremos captar la impresión de que el escritor está comunicando su experiencia con perfecta plenitud. Es necesario que haya libertad y es necesario que haya paz. No debe chirriar ni una rueda, no debe brillar ni una luz. Las cortinas deben estar corridas. El escritor, pensé, una vez su experiencia terminada, debe reclinarse y dejar que su mente celebre sus bodas en la oscuridad. No debe mirar ni preguntarse qué está sucediendo. Debe más bien deshojar una rosa o contemplar los cisnes que flotan despacio río abajo.

• • • • • La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia.


VIRGINIA WOOLF, Una habitación propia, Seix Barral, Barcelona, 2008, traducción de Laura Pujol, 81 págs.