De no ser por la semblaza de su traductora italiana, Ana María Becciú, poco sabríamos de lo ocurrido durante su largo retiro en una habitación del village neoyorquino donde, enferma, célebre y olvidada, casi ciega y sin embargo hermosa, logró un absoluto desapego de los demás y de sí misma que conservó hasta su muerte, en 1982, a los 90 años. Odió “la boca común y el veredicto de lo vulgar”; le aburrió la estupidez y descreyó de las buenas conciencias. En el ensayo Djuna Barnes o el horror de lo sagrado, Cristina Campo relató sus encuentros con poetas tan destacados como William Carlos Williams y T. S. Eliot, quien, al prologar El bosque de la noche, “una novela tan buena que solo las sensibilidades educadas en poesía pueden apreciar por entero”, en 1936 la consideró “el genio más grande de nuestros días”.
MARTHA ROBLES, Mujeres, mitos y diosas, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1996.