En un viaje a Boston intentó vender algunos de sus primeros relatos. "Siga dedicándose a la enseñanza: no sabe escribir", le dijo el eminente librero James Fields cuando le entregó un manuscrito. Imperturbable, siguió adquiriendo oficio. Con el tiempo, la escritura se convirtió en la principal fuente de ingresos de su familia. Se forró componiendo apasionadas y fogosas novelas con seudónimos como A. M. Barnard, Aunt Weedy, Flora Fairfield, Orantly Bluggage o Minerva Moody. De hecho, su verdadero nombre no habría pasado a la historia si en 1868 su editor no le hubiera pedido que escribiera una historia para jovencitas. Sólo había un problema: detestaba a los niños. En su diario anotó lo siguiente: "Esto no me gusta nada. Nunca me han gustado las niñas. Tampoco he conocido a muchas, salvo a mis hermanas. Y tal vez nuestros extraños juegos y vivencias resulten interesantes, pero no estoy segura". Más adelante desdeñaría su obra de juventud al decir que era pura "papilla moral para críos".
Escribió Mujercitas en sólo tres meses. Cosechó un éxito inmediato y se convirtió en una celebridad literaria. Aun así, seguía siendo una soltera inquietantemente dependiente de su familia, pese a que ahora ésta no padecía penurias. Era también una metomentodo; encabezó la campaña para prohibir Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, en Massachusetts. Este tipo de demagogia hizo que el historiador literario Odell Shepherd dijera que había conservado hasta los cincuenta y seis años ideas propias de las chicas de quince.
ROBERT SCHNAKENBERG, Vidas secretas de grandes escritores, Editorial Océano, Barcelona, 2012, traducción de Francisco López Martín, págs. 94 y 95.